A partir de entrevistas realizadas desde Equidad para la Infancia a mujeres de diferentes países de América Latina, se hará énfasis en tres tendencias registradas: 1) la sobrecarga en la provisión de bienestar que se manifiesta en las familias y, a su interior, en las mujeres, las adolescentes y las niñas (con sus impactos en los derechos a la educación, la nutrición, y el juego), 2) la situación de mayor desprotección de los hogares monoparentales con jefatura femenina, y 3) su amplificación para quienes se encuentran en situación de pobreza.
La situación de reclusión forzada en el hogar alteró las dinámicas familiares, modificó rutinas y cambió escenarios. Caminar con barbijo. Usar alcohol en gel. Cambiar la ropa que se trajo de la calle. Educarse en el hogar. Saludar a familiares por videollamadas y festejar cumpleaños por Zoom…Las postales que nos está dejando el confinamiento frente a la pandemia en todo el mundo son múltiples y habrá que ver cuál de éstas, si no todas, pasan a ser parte de “la nueva normalidad” que muchos ya avizoran para la realidad que nos deje el post COVID-19.
En paralelo, la crisis sanitaria también ha acentuado algunas situaciones que, si bien ya existían, hoy emergen con mayor visibilidad: el tiempo a la provisión de bienestar social que dispensan mujeres (adultas, adolescentes y niñas) en hijos/as. Se sabe que los cuidados son esenciales para la reproducción social, por el solo hecho de que todos y todas, en algún momento de nuestras vidas, hemos requerido de alguien que nos cuide para crecer y desarrollarnos. En los últimos años estas agendas recobraron mayor impulso y se ha insistido en avanzar hacia la corresponsabilidad de estas tareas gracias al activismo y movilización de muchos colectivos de mujeres, que vienen reclamando por esta sobrecarga como uno de los grandes condicionantes para la equiparación de derechos y la igualdad de ingresos. En esta agenda aportan también las niñas y las adolescentes.
Hoy se producen desplazamientos y nuevas distribuciones en las cuatro esferas potenciales de provisión de bienestar social a la infancia, como las que confía el estado, el mercado, la comunidad y las familias. Desde la perspectiva de género se señalará la relevancia de atender a lo que sucede entre las mujeres y los hombres, y desde un enfoque de infancia, se adiciona que también debe extenderse el análisis a lo que sucede entre los/as niños/as y los/as adultos/as (Mazzola, 2020).
La cuarentena, en tanto política de aislamiento o reclusión en el hogar implementada en buena parte de los gobiernos de la región para aletargar y reducir la propagación de la pandemia y preparar los sistemas de salud a su llegada, lo que ha hecho es recentrar el debate en torno a lo que se conoce como “economía del cuidado” (Esquivel, 2011), donde el eje está puesto en cómo articular demandas de servicios de cuidado para niños y niñas con nuevas regulaciones en el mercado de trabajo y cristalización en beneficios de la seguridad social, de forma de monetizar de algún modo esa tarea indispensable que realizan mayoritariamente las mujeres.
De las transformaciones múltiples que generó el COVID-19 sobre las dinámicas familiares, y en particular en la situación de las infancias y las adolescencias, podríamos apuntar principalmente cinco tipos:
1) Del entorno escolar o de la educación formal: La formación a distancia buscó, en la mayoría de los países, imprimir cierta continuidad en la escolarización de niños/as y adolescencias, pero convirtiendo al hogar en el espacio de enseñanza y aprendizaje. De un día para el otro, los padres se volvieron docentes y la escuela pasó a ser la casa: el cuarto que era para dormir o jugar, hoy también es el aula.
2) Del cuidado de la salud: Los niños/as fueron tratados como transmisores del coronavirus, al tiempo que con la finalidad de evitar que personas sanas circulen por hospitales y centros de salud, se está produciendo una reducción de las inmunizaciones, en los controles pediátricos y cuidados de salud preventivos en las infancias y las adolescencias, así como en relación a la salud sexual y reproductiva.
3) Del espacio lúdico: Imposibilitados de salir, y sin otra alternativa más que entretenerse en el seno hogareño, la cuarentena en todos los países desplazó los tradicionales espacios recreativos de infancias y adolescencias sin mayores alternativas a programas televisivos de entretenimiento. En general, fue muy deficitaria la respuesta del estado para asegurar la provisión de estos espacios para la niñez y, solo en algunos casos, recién después de meses se habilitaron las salidas esporádicas y acotadas temporalmente, pero siempre primando un carácter punitivo para la recreación infantil (la acotación temporal para transitar en la calle; la imposibilidad de salir con ambos padres).
4) De los hábitos alimentarios: Una situación que ya existía, pero que la crisis sanitaria potenció, fue el cambio en la nutrición y seguridad alimentaria en la niñez. En este sentido el sobrepeso, que ya constituía la nueva forma de manifestación de la pobreza en las infancias (también conocida como “desnutrición oculta”), requiere de un abordaje integral donde puedan articularse políticas de salud, educación y cuidados, pero que los gobiernos no logran atender adecuadamente, enfocados en la resolución de otras urgencias.
5) Del estado psíquico y emocional: El estado de alerta y stress continuo por el temor al contagio, la convivencia diaria continua, los cambios en las rutinas diarias de las niñas/os, la perdida de los espacios de juego, la falta de contacto con los afectos y ausencia, de un momento a otro, de los ámbitos clásicos de socialización donde crecen e interactúan (escuela, clubes, plaza, etc.).
Tal lo dicho anteriormente, el COVID-19 obligó a los adultos de cualquier condición socioeconómica no solo a preservar del contagio a los/as niños/as y los/as adolescentes, sino principalmente a enfocar los cuidados sobre la base de estas transformaciones e impactos. La angustia es mayor cuando a eso se le añade la necesidad del sustento económico, como en general ocurre en hogares monoparentales con jefatura femenina.
En ese contexto, pues, la pregunta que se nos impone es cómo estas mujeres logran resolver estos cuidados en una coyuntura tan crítica, y de qué manera los estados acusan recibo de esta situación y destinan políticas para hacerle frente.
Este artículo recorre esta problemática dando cuenta de las nuevas distribuciones, más desiguales, en la provisión de bienestar a la niñez emergentes a partir del COVID-19. Como se intentará enfatizar, en un primer momento se plantea cómo se provee bienestar en nuestra región, destacando que en mayor medida esta acción descansa en las familias y a su interior en las mujeres, las adolescentes y las niñas. Se sostiene que esta recarga se amplificó aún más bajo la pandemia. En segundo lugar, se presentan testimonios de mujeres, quienes son madres solas, para dar cuenta sobre cómo resuelven los cuidados, las compras, los ingresos, la educación y la recreación de sus hijos/as frente a la pandemia. Estas entrevistas fueron realizadas a mujeres de diferentes países de América Latina los primeros días de junio de 2020.
La sobrefamiliarización que expuso la pandemia
Resulta siempre tentadora la idea de pasar más tiempo en familia y poder compartir esos momentos de la crianza de hijos e hijas que, en una coyuntura normal, suelen perderse al estar mucho tiempo fuera de casa para cumplir con todas las responsabilidades. Pero la pandemia del COVID-19 obligó súbitamente a que las madres y los padres deban asumir esa función sin poder delegarla en nadie, al tiempo que sus ingresos monetarios empezaron a verse comprometidos frente a la caída pronunciada de la actividad económica provocada por el aislamiento.
Desde el trabajo clásico del “diamante del cuidado” de Razavi (2007) sabemos que existen cuatro esferas potenciales de provisión de bienestar: el estado, las familias, la comunidad y el mercado. América Latina se caracteriza por ser una región donde los cuidados son resueltos más por las propias familias que por apoyo del estado con servicios de salud, educación y cuidado infantil. Sólo los de mayor nivel socioeconómico recurren al mercado. Esta tendencia se reforzó con la pandemia: la recarga de los cuidados en la familia desplegó toda una trama de vinculaciones entre adultos, y de éstos con los menores, que acentuaron sesgos previos, derivando muchas veces en situaciones de violencia y maltrato.
Es que, efectivamente, desde la perspectiva de las infancias la problemática es aún más compleja dada la escasa visibilización que hay de los impactos que el confinamiento está produciendo en sus emociones. Toda situación crítica e inesperada obliga a tomar medidas que muchas veces se realizan con las urgencias que la coyuntura demanda, pero es cierto que en este punto los gobiernos han tomado escasa nota de cómo los niños y niñas de hogares monoparentales están experimentando el confinamiento y el poco lugar que han tenido estas preocupaciones en las políticas de los estados. En Argentina, por ejemplo, recién después de dos meses se les permitió a las familias “dar una vuelta a la manzana” con sus hijos/as, al tiempo que, más allá de registros esporádicos, no hubo campañas masivas para dotar a los padres de adecuadas herramientas y dinámicas relacionales que los ayude a sostener emocionalmente a infancias y adolescencias frente al confinamiento declarado prácticamente de un día para el otro.
Desigualdad y nuevas configuraciones familiares:
Hogares monomarentales, los más vulnerables
Más de 1 (11%) de cada 10 hogares son monoparentales en los países de América Latina, siendo la región del mundo con mayor cantidad de hogares en dicha condición (ONU Mujeres, 2018). En 2014, la incidencia de la pobreza en los hogares monoparentales era alrededor de cuatro veces mayor que en los hogares unipersonales y entre las parejas sin hijas e hijos (ONU Mujeres, 2016). De este modo, las familias monoparentales (encabezadas en su mayoría por mujeres) tienen una probabilidad mucho mayor de vivir en la pobreza que las familias biparentales, puesto que a menudo dependen de un único ingreso y carecen de protección social y apoyo para el cuidado infantil.
La literatura especializada sostiene que el incremento de hogares monoparentales es una tendencia que crece al calor de la evolución de las sociedades industrializadas (Alcalde, 2009). Pero en las sociedades latinoamericanas, la situación toma una fisonomía muy particular: mientras en los sectores medios o medios altos, los hogares monoparentales con jefatura de hogar femenina responden a lo que podríamos considerar muy generalmente como una “mayor autonomía” de las mujeres, en los sectores empobrecidos sería una manifestación más asimilable a un deterioro progresivo de los niveles de vida (Lupica, 2011).
Esta recomposición de las estructuras familiares en América Latina puede efectivamente leerse vis a vis con esa distribución desigual del ingreso: CEPAL, en una investigación comparativa sobre la estructura de la familia en 18 países de Latinoamérica (Hullman, Maldonado y Nieves Rico, 2014), afirma que, mientras el aumento de hogares no familiares (mayormente unipersonales) y la caída de los hogares nucleares biparentales es un fenómeno propio de sectores medios y medios altos, el aumento acelerado de porcentaje de hogares monoparentales con jefatura de hogar femenina, son propias de los sectores populares. De ahí que, al interior de los países, sea bastante más frecuente que los estratos bajos presenten mayores niveles de dependencia y de monoporentalidad con jefatura femenina, al tiempo que las familias con niños y la población infantil tengan una mayor sobrerrepresentación en estos sectores que en otros.
Dentro del universo de hogares monomarentales con jefatura de hogar femenina, no es lo mismo la mujer de sectores medios, donde por lo general hubo una corresponsabilidad en el cuidado o en la manutención con otra persona, que una madre de sectores populares donde esa figura nunca existió o, a lo sumo, tuvo un paso fugaz antes de abandonar el hogar (y, en muchos casos, desligarse de toda responsabilidad frente a su hijo/a). Las resoluciones de dichas trayectorias en ese punto son bien diferentes. Mientras en un caso la consagración de esa monoparentalidad está respaldada de algún registro más o menos formal e institucionalizado (desde la constitución de un divorcio o una separación de hecho que delimite responsabilidades para ambos progenitores), en el otro la carga recae exclusivamente en la mujer, acaso casi desde el propio momento de la concepción.
Testimonios.
La clave de la reproducción social: mujeres y cuidados frente a la pandemia
“Mi historia no sé si es muy representativa, porque soy una mujer profesional, una mujer empoderada en cierto modo”, le cuenta a Equidad para la Infancia Viviana, que con su hija de 4 años reside entre Quito e Ibarra, Ecuador.
Su advertencia preliminar tiene lógica: su país terminó 2019 con 25% de pobreza según los datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos. Pero si bien no enfrenta el drama de muchas personas que no tienen el sustento diario para mantenerse, la pandemia la encontró desprovista de ingresos y, cuarentena de por medio, imposibilitada de tomar trabajos por tener que cuidar de su hija:
“Viví dos semanas de las tarjetas de amigas. Yo tengo tarjetas de crédito pero no las podía usar porque estaba con deudas, pero necesitaba abastecerme de la leche para mi hija. Pasando la tercera semana hubo también escasez de alimentos aquí. Mi hija come mucho huevo y queso y estaba muy difícil salir a buscar esos productos, porque no había. Luego en la cuarta semana yo ya recibí un pago y el tema económico ahí se liberó, pero fue muy angustiante”, recuerda.
En todos los países, una de las primeras actividades en suspenderse fueron las clases y las guarderías. Incluso hoy, a unos 3 meses de decretarse la cuarentena en casi toda la región, hay actividades que empiezan a restablecerse toda vez que las autoridades sanitarias de cada país van observando a la baja la curva de contagios. Pero se estima que el retorno de las clases en las ciudades con mayor cantidad de contagios será una de las últimas actividades a reestablecer, lo que impacta transversalmente en todas las familias y mucho más en hogares monoparentales con jefatura femenina.
“El tema del cuidado de mi hija fue otra situación porque ella va a una guardería en Quito que cerró el primer día de la cuarentena y tuvo que quedarse bajo mi cuidado. Como vivimos en un departamento de 42 m2 en un edificio, se me hacía complicado sostener el confinamiento cuando ella estaba acostumbrada a que yo la lleve al parque. Pero a medida que la situación empeoró, las salidas empezaron a espaciarse cada vez más. Los espacios de juego estaban prohibidos de ocupar. Igualmente yo bajaba porque ella lo necesitaba. Tomaba todos los recaudos de alcohol, etc., pero como no teníamos mucha información yo desinfectaba todo. Hasta el columpio donde ella se subía. El tema del temor al contagio mío o de mi hija, estando solas, es más angustiante. Porque mi familia está en Ibarra, y pensar en separarme de ella me generaba mucho stress, pero por suerte pude venir acá y ahora la situación es distinta”, sostiene.
Liliana es argentina y reside en Trelew, una ciudad ubicada a unos 1500 km al sur de Buenos Aires, la capital. La provincia de la cual forma parte, Chubut, tuvo pocos casos de Coronavirus, pero aun así la primera fase de la cuarentena fue igualmente restrictiva, con suspensión de clases e imposibilidad de salir. Con dos hijas de 16 y 10 años, debió programar con tiempo algo tan elemental como la compras en el supermercado:
“En ese punto me manejo bien, aprovecho cuando mi hija más grande está en casa (porque ella está también con el papá a veces) y así salgo al mercado o a pagar cosas porque con mi hija más chica no puedo. Gracias a eso no me he complicado mucho, aunque sí quizá considero que el gobierno no contempla todas estas situaciones, de cuando no tenés alguien a quién recurrir”.
Esa es, como decíamos, otra característica muy acentuada en la pandemia: el cuidado de hermanos/as menores por parte de los mayores.
Liliana cuenta que no le resultó sencillo dirimir los cuidados frente a dos universos poblacionales tan distintos como infancias y adolescencias, pero igualmente vulnerables:
“Para mis hijas fue bastante duro al principio. A mi hija más grande le costó más porque no está con los amigos, no puede salir. Es difícil para un adolescente. Para la más chica fue más fácil. A veces los chicos se acostumbran mucho más que los adultos. Pero cambian muchas cosas de una vida llena de actividades a pasar a convivir 24 horas al día, sumado a las clases virtuales, lo que hace que no sea sencillo adecuarse a la rutina. Es todo un revuelo familiar”.
Lo económico, desde luego, también le ha sido difícil. Su provincia es productora de hidrocarburos, una actividad económica que ya venía con caída de demanda antes de la pandemia. Pero también ha sufrido por el parate del turismo, lo que ha terminado de ensombrecer el panorama: siendo empleada pública, hace 3 meses que no cobra.
Desigualdades extremas
“Yo no estoy trabajando, porque hago trabajo social y no recibo pago por ello”, cuenta Nancy, que vive en la provincia de Dajabón en República Dominicana, a metros de la frontera con Haití. Ella asocia trabajo a empleo remunerado, y relata los esfuerzos para asegurarse la provisión de alimentos:
“El día a día a partir del COVID-19 se volvió caótico porque era buscar ayuda para comer y yo no recibo ninguna ayuda. Al mes de la pandemia salí favorecida con la ayuda del gobierno de 2500 pesos quincenal para raciones alimenticias. Ahora ya no la están dando. Al mismo tiempo, como mi hijo hacía jornada extendida en la escuela, lo que le empezaron a dar al mes fue la ración alimenticia semanal que equivale a menos de 300 pesos. Entonces uno iba al centro escolar y te regalaban un kit con un poco de arroz, con cosas básicas, algo muy insignificante para la situación, pero no importa porque en ese sentido uno logra equilibrarse. Cuando uno no tiene mucho se conforma con poco”, asegura.
Al mismo tiempo, describe lo que es vivir en ese lugar en plena pandemia:
“Yo estoy coordinando la red de protección de niños, niñas y adolescentes. Hay casos de violencias de niños y no se están dando seguimiento. Había una chica que se perdió en medio de la pandemia y no fue manejado muy bien. Más otros casos vinculados a la educación. Hay niños/as que viven en barrios vulnerables que no tienen internet, así que hemos hecho incidencia para que esas chicas puedan recibir alguna ayuda de materiales para estudiar. También ayudo en la pastoral católica con un programa de radio que tenemos en una de las emisoras que se escuchan a nivel regional, damos instrucciones a las personas sobre cómo protegerse del Coronavirus, orientándolas”. Interrumpe la conversación al teléfono para sacarse una foto con una persona que acude para buscar una ración de comida, y continúa: “La otra cosa que hemos hecho es conseguir a través de donantes raciones alimenticias para 50 personas, gran parte de ellas son inmigrantes, madres haitianas que están solas, que no reciben ninguna ayuda. Tenemos unos días específicos en que vienen a retirar”.
Nancy concluye con un ejemplo ilustrativo lo dolorosa que resulta vivir una pandemia en un territorio atravesado por la pobreza extrema:
“Estamos a unos minutos de Haití. Antes muchas cruzaban el rio para venir a trabajar acá. Siempre les guardo algo de lo poco que consigo. El otro día vino una haitiana que me dio mucha tristeza. Ella dice que debía en el mercado y entonces no fue porque no le gusta pedir. Estaba temblando, le pregunto porqué y me dice que tiene cáncer y mucho dolor, que ya no tiene plata para la medicación y ella cruzó el rio y se arriesgó porque para ella el dolor más grande era ver a su hijo con hambre. Entonces hablamos con unos vecinos, porque yo ese día no tenía nada, y le conseguimos algo para que lleve de comer. Quedó al otro día en volver a pasar porque le conseguiría una pastilla para el dolor, pero no volvió más. Y para que no pensara que me mentía, se levantó el vestido y me mostró cómo estaba. Hay que ayudar en lo que uno puede”, sentencia.
Desde el lugar que ocupa como docente y pastora evangélica en un asentamiento precario de Florencio Varela, en Argentina, Noelia trabaja en un comedor comunitario que alimenta diariamente a muchas personas. Cuenta que, especialmente desde que desató la pandemia, buena parte de quienes concurren son madres solas, muchas de las cuales no acceden a la Tarjeta Alimentar, un programa de asistencia que impulsó el gobierno para la compra de alimentos de la canasta básica pero solo para personas con hijos hasta los 6 años inclusive.
Como ella misma afirma, la necesidad extrema no distingue edades y el hambre no entiende de pademias:
“Acá empezamos en marzo de 2017 y siempre teníamos alrededor de 60 familias. Hoy es el doble. Ahora el trabajo se triplicó porque es una vianda. Es complicado porque el estado está ausente. A nosotros no nos ayuda nadie: antes recibíamos ayuda de amigos o conocidos que te traían alimentos, carne o alguna colaboración, pero hoy se complicó todo, incluso para nosotros. Yo soy docente y es muy complicado porque el sueldo de docente no es gran cosa”, asegura.
Si la realidad es crítica para alimentarse, pensar en resguardar la escolarización de los menores en un contexto así es prácticamente imposible:
“A mí los padres que vienen me cuentan que los chicos al año lo perdieron porque las maestras mandan tareas virtuales, por whatsapps, pero el tema es que las familias no tienen datos en los teléfonos o hay otras que tienen un solo teléfono y son siete chicos que van a la escuela. Imagináte que son siete grados con contenidos distintos y los chicos no llegan a hacer siquiera una tarea. Es imposible. Ellos ya se resignaron a que sea como pueda”.
Aún con el despliegue de políticas que hizo el gobierno argentino, que entre abril y junio destinó el al 2,6% de su PBI a programas de asistencia para intentar paliar la crisis, hay desigualdades estructurales que parecerían requerir de otros tipos de intervenciones:
“Hay muchas familias que no tienen agua potable y es muy difícil. Acá acarrean agua desde temprano para su aseo porque nosotros se las brindamos, y así se manejan hacen tres años. Acá vino una vez la televisión e hizo unas notas pero el gobierno nunca se acercó. Las personas son conscientes que tienen que higienizarse, pero no se puede. Nosotros, por ejemplo, les conseguimos bastante alcohol en gel, pero eso lo cuidaron tanto que no lo usaban. Hubo un caso de familia con coronavirus, pero como no había espacio para internarlos les dijeron que se aíslen en su casa, y a las personas con las que estuvieron en contacto no las internaron porque no tenían síntomas. Este sábado vendrán de Médicos del Mundo a ayudarnos, pero ellos no son responsables de hacer testeos ni nada. Al padre de esa familia le había dado positivo el testeo”, afirma Nancy.
Conclusiones
Retomando la conceptualización de Razavi (2007), si la cuarentena implicó toda una serie de transformaciones para las cuales las familias no estaban suficientemente preparadas, en los hogares monoparentales con jefatura femenina ese impacto fue aún mayor.
Desde luego que el punto de partida que las engloba tiene diferente resolución: mientras que las mujeres de sectores medios y medios altos pueden comprar esos cuidados en el mercado, las de sectores populares deben proveérselos por sí solas y, a la vez, garantizarse tiempo suficiente para generar los ingresos, que siempre les son escasos. Esto introduce una nueva capa de estratificación para el universo de hogares con jefatura femenina: para sectores medios o medios altos, la dificultad puede pasar por el aprovisionamiento de mercancías en confinamiento y las restricciones para la generación de ingresos, mientras que para las sectores populares recrudece todavía más el riesgo a no disponer de lo indispensable, como es el alimento o el acceso a servicios públicos elementales que, frente a la pandemia, pueden representar directamente la diferencia entre la vida o la muerte.
Sin embargo, el COVID-19 implicó cierta transversalidad en lo que respecta al cuidado: ya no es el mercado el que puede proveer este servicio a quienes pueden pagarlo. Tampoco la comunidad, que con su red colaborativa (vecinas, amigas, familiares) sostenía mayoritariamente a las madres en situación de pobreza para cumplir con esa labor. Lo que se evidencia, en cambio, es una sobrefamiliarización en estas tareas que recorre a todos los estratos sociales, e implica un abrupto cambio de roles: madres que pasar a ser docentes, hermanas mayores que pasan a ser madres.
Desde la perspectiva de las infancias, derechos como el juego, la educación y el crecimiento en un entorno saludable también están cuestionados. En todos los casos que hemos recorrido estamos hablando de mujeres que, independientemente del lugar de residencia, la condición socio-laboral o la trayectoria individual, comparten la misma problemática asociada a la dificultad de amalgamar cuidados con sustentos económicos. Esos cuidados en la actual coyuntura requieren de un esfuerzo mayor: hay que procurar contener emocionalmente al niño/a, conducir sus angustias ante la pérdida de sus tradicionales espacios de socialización (escuela, clubes, plazas) y lograr aportar algo de certidumbre en una coyuntura novedosa, donde las autoridades sanitarias al frente de cada país van calculando y recalculando sobre la marcha las aperturas parciales que conceden en función de cómo evoluciona la pandemia.
¿Y el Estado? ¿Qué demandas diferenciales se generan ante el COVID-19 para los diversos niveles de gobiernos – nacionales, regionales y locales –? ¿Cuál es el rol de cada uno de ellos al respecto? El desafío central parece ser cómo combinar políticas destinadas a dar respuestas en estos sentidos, al tiempo que se realizan esfuerzos por atender lo urgente, que frente a la emergencia sanitaria, pasa por evitar nuevos contagios y garantizar atención a los infectados. Desde hace tiempo, se evidencia toda una agenda pendiente en términos de contener institucionalmente las transformaciones que operan en las familias, a las que estamos viendo asumir otras fisonomías a las tradicionalmente conocidas, y que en nuestra región ubican a la mujer en múltiples roles teniendo que lidiar con la angustia de la crisis.
Equidad para la Infancia, junio, 2020. Texto elaborado por Roxana Mazzola.